La primera Presidenta de México está empezando a dejar su firma en el escenario nacional, aunque el fantasma de López Obrador se aparece en cada decisión definitoria de su gobierno.
Su llegada a Palacio Nacional se alineó con el impulso a las reformas constitucionales impulsadas por el expresidente y se percibió como el último aliento del primer piso de la cuarta transformación con efectos importantes en la dirección del gobierno entrante, aunque en palabras de la Presidenta no es sumisión sino convicción en el mismo proyecto de país, lo cierto es que sin el apoyo incondicional de ella nunca hubiera sido posible la aprobación de las reformas al pie de la letra.
No se dobló pese a las voces de estrategas que recomendaban empezar “tendiendo puentes con la clase media” a través de concesiones al poder judicial o los órganos autónomos. Su convencimiento del proyecto obradorista es la principal crítica de la oposición, pero también es una de las razones que la mantienen con una aprobación de más del 70% en todas las encuestas y esa lealtad al proyecto que se percibe como amor al pueblo parece estar haciendo raíces.
La Presidenta tiene un estilo personal más allá de AMLO y eso ya se siente en una comunicación frontal, con evidencia en cifras y capacidad para enfrentar relatos opositores. Ha definido un proyecto de gobierno, con una visión distinta respecto a las energías verdes o la digitalización y aborda, de manera distinta a su antecesor, problemas complejos como la inseguridad, la defensa de la soberanía o la relación con Estados Unidos.
Pero a la par de esa capacidad científica de responder a la crítica mediática y presentar su visión, Claudia Sheinbaum está haciendo suyo el primer piso de la cuarta transformación, antes de pasar al segundo. Las visitas a territorio los fines de semana muestran ese rostro de la política que resultó ser genuinamente empática con el pueblo y más estratégica de lo que se pensaba.
Con sensibilidad y compromiso en 100 días ha encontrado una nueva retórica claudista que la acerca al pueblo y empieza a concertar un arraigo popular propio que no estaba en el cálculo de sus opositores apenas iniciando el sexenio.
Una legitimidad ganada en el gobierno no solo es un logro de su gobierno sino quizá el más importante, porque le permitirá mantener al movimiento morena cohesionado en las batallas venideras.
Los 100 primeros días del sexenio también sirvieron para quitar máscaras. No podemos dejar pasar la campaña en redes y columnas de Marcelo Ebrard desde la primera semana como Secretario de Economía, colocándose como “el que sabe negociar con Trump” y perfilando una crisis a resolver que no precisamente ayuda a los objetivos del gobierno.
Tampoco pasa desapercibido el despliegue mediático de Noroña y la teatralidad de su presidencia en el Senado, que lo mantiene en una gira nacional ya como líder consolidado de Morena y potencial candidato, o la disputa entre Monreal y Adán Augusto acusándose de corrupción, como un berrinche por no dejarlo robar igual. Un cinismo desbordado en cadena nacional, que apunta a ruptura en cualquier momento.
Ni que decir de los gobernadores, que se sienten agredidos por la centralización de recursos y espacios de discrecionalidad que limita su ejercicio de gobierno y aunque se mantuvieron disciplinados con López Obrador porque le debían su triunfo y permanencia, con la Presidenta no tienen ese vínculo y por tanto podrían rebelarse en cualquier momento.
Ante este panorama paradójicamente resulta favorable la postura Donald Trump contra México que, como factor externo, si se reacciona bien genera cohesión interna, y aunque le daría foco a Ebrard, le permitiría a la Presidenta dirigir su proyecto de gobierno al interior postergando el fuego amigo por el costo que tendría criticarla en este contexto.
De la oposición ni hablamos, desafortunadamente se han convertido en una pandilla de ladrones y payasos.