Los campos de concentración extraterritoriales de Estados Unidos, ubicados actualmente en El Salvador y la Bahía de Guantánamo, Cuba, representan una amenaza en expansión que podría trasladarse al territorio nacional. Estos centros, inicialmente destinados a inmigrantes deportados, podrían normalizarse para incluir a ciudadanos estadounidenses, siguiendo el modelo de las prisiones actuales, donde los abusos y el hacinamiento son comunes. La privación de derechos legales, el aislamiento del mundo exterior y las condiciones inhumanas en estos campos, como el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador, que alberga a 40,000 personas, presagian un futuro sombrío donde la deshumanización y la desaparición de personas se convierten en práctica común.
En El Salvador, los prisioneros enfrentan condiciones extremas: duermen en el suelo o en celdas solitarias oscuras, padecen enfermedades como tuberculosis y malnutrición severa, y son sometidos a torturas, incluyendo ahogamiento simulado y exposición a agua helada. Según informes de Human Rights Watch y el Departamento de Estado, desde la declaración del “estado de excepción” en marzo de 2022, la situación ha empeorado con la detención de 72,000 personas adicionales, resultando en al menos 375 muertes. El caso de Kilmar Ábrego García, deportado injustamente y acusado de ser pandillero, ilustra cómo las deportaciones arbitrarias, incluso de ciudadanos legales, se justifican como “errores administrativos”, sin garantizar su retorno.
Estos campos no solo buscan castigar, sino también intimidar a la sociedad, utilizando la brutalidad como herramienta de control. La vigilancia masiva de ICE, que recopila datos de la mayoría de los estadounidenses sin supervisión judicial, refuerza un sistema de miedo que recuerda a regímenes totalitarios históricos. Como señala Hannah Arendt, la negación de derechos legales y la deshumanización de ciertos grupos son pasos hacia la dominación total. Los campos de concentración, publicitados ampliamente, se convierten en advertencias para quienes se opongan al régimen, mientras que las acusaciones vagas, como “apoyar a Hamás” o ser “criminales domésticos”, sirven para justificar detenciones arbitrarias.
El sistema de campos de concentración, respaldado por figuras como Trump y aliados como Nayib Bukele, busca despersonalizar a los detenidos, despojarlos de su identidad y convertirlos en masas obedientes. La falta de debido proceso, los traslados forzosos y las condiciones degradantes, como el afeitado de cabezas y el uso de uniformes numerados, reflejan tácticas históricas de regímenes autoritarios. A medida que se normalizan estas prácticas, el régimen necesita un suministro constante de víctimas, pasando de inmigrantes a activistas, residentes legales y, eventualmente, ciudadanos comunes. Sin obstáculos legales efectivos, este camino hacia el totalitarismo, que se nutre del miedo y la creación de enemigos perpetuos, representa una amenaza inminente para la sociedad.