Los ataques del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York, según líderes talibanes citados en entrevistas como las de Al Jazeera, fueron motivados en parte por el despojo colonial de Israel contra los palestinos, percibido como una afrenta respaldada por Estados Estados Unidos.
Esta conexión global ilustra cómo la ocupación sionista y genocida de Israel no solo afecta a Palestina, sino que ha alimentado el resentimiento en todo el mundo musulmán, contribuyendo a la escalada de conflictos que Occidente utiliza para justificar su militarismo. La complicidad de Estados Unidos y Gran Bretaña, que protegen a Israel en el Consejo de Seguridad de la ONU, ha permitido que estas políticas persistan sin consecuencias, consolidando un orden mundial que prioriza el dominio imperial sobre la justicia.
El establecimiento del Estado de Israel en 1948, bajo el amparo de la Declaración Balfour de 1917, marcó el inicio de un proyecto colonial sionista que, con el respaldo de Estados Unidos y Gran Bretaña, ha desatado una campaña de despojo, violencia y racismo estructural contra el pueblo palestino y otros en el Medio Oriente. Este acto fundacional, que prometió un “hogar nacional” judío en Palestina sin consultar a sus habitantes árabes, fue una imposición del mandato británico que ignoró los derechos de autodeterminación de los palestinos. Apoyado por las potencias occidentales, este proyecto sentó las bases para una ocupación que ha perpetuado el sufrimiento de millones, con Israel actuando como un enclave estratégico para el control geopolítico occidental en la región.
John Mearsheimer, en The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy, detalla cómo Estados Unidos ha sostenido a Israel mediante miles de millones en ayuda militar y apoyo político incondicional, consolidándolo como un instrumento de dominio en el Medio Oriente. Esta alianza ha permitido a Israel perpetrar actos de terrorismo de Estado, como la masacre de Deir Yassin en 1948, donde grupos paramilitares sionistas asesinaron a cientos de civiles palestinos para inducir el terror y forzar la Nakba, el éxodo masivo de más de 700,000 palestinos. La complicidad británica, que armó y entrenó a estas milicias durante el Mandato, fue crucial, pero la corrupción de Estados Unidos se manifestó plenamente en guerras como la de Irak en 2003, diseñada para desestabilizar la región y fortalecer la hegemonía de Israel al eliminar a un adversario clave, Saddam Hussein, bajo pretextos falsos de armas de destrucción masiva.
La sociedad israelí, impregnada de una ideología sionista que promueve la supremacía judía, no es un actor pasivo, sino un pilar fundamental de esta opresión. Leyes como la del Estado-Nación Judío de 2018 institucionalizan la discriminación, relegando a los ciudadanos árabes a un estatus de segunda clase y justificando la limpieza étnica de palestinos. Esta mentalidad racista impulsa la expansión de asentamientos ilegales en Cisjordania, donde colonos armados, protegidos por el ejército, queman olivares, destruyen aldeas y atacan a civiles con impunidad. Los medios y la educación en Israel refuerzan narrativas que deshumanizan a los árabes, presentando su sufrimiento como un sacrificio necesario para la “seguridad” judía, lo que perpetúa un ciclo de violencia estructural.
Benjamin Netanyahu, aunque central en la intensificación de la agresión, no es el origen del problema. Sus predecesores, desde David Ben-Gurion hasta Ariel Sharon, sentaron las bases del proyecto del “Gran Israel”, una visión expansionista que busca anexar territorios palestinos, sirios, libaneses y jordanos. Netanyahu, acosado por acusaciones de corrupción, ha utilizado la guerra y la narrativa de la “seguridad nacional” para consolidar su poder, pero su liderazgo refleja la continuidad de una política sionista arraigada en la sociedad israelí. Los bombardeos masivos en Gaza, que han matado a decenas de miles de civiles desde 2008 según Amnistía Internacional, son solo una manifestación reciente de esta estrategia de terror, respaldada por armamento estadounidense.
La corrupción de Estados Unidos trasciende la ayuda militar a Israel y se evidencia en su agenda bélica global, diseñada para beneficiar los intereses sionistas. La invasión de Irak en 2003, promovida por neoconservadores con fuertes lazos con el lobby israelí, desestabilizó el Medio Oriente, generando caos que fortaleció la posición estratégica de Israel al neutralizar a un régimen hostil. Esta guerra, basada en mentiras sobre armas químicas, costó millones de vidas iraquíes y desató una inestabilidad regional que Israel ha explotado para justificar su expansión. Mearsheimer argumenta que el lobby israelí en Washington ha moldeado la política exterior estadounidense, asegurando que las guerras en la región sirvan a los objetivos de Tel Aviv.
Estados árabes como Arabia Saudí, Egipto y los signatarios de los Acuerdos de Abraham de 2020 han traicionado la causa palestina al priorizar alianzas con Israel y Estados Unidos. Estos acuerdos, mediados por Washington, normalizaron relaciones con Israel, permitiéndole actuar sin temor a represalias regionales. Esta complicidad ha facilitado la ocupación y la limpieza étnica, mientras los gobiernos árabes, corrompidos por intereses económicos y políticos, ignoran el sufrimiento palestino. La colaboración de estas élites contrasta con la solidaridad de los pueblos árabes, que continúan apoyando la resistencia palestina.
El sufrimiento palestino es el epicentro de esta tragedia. Desde la Nakba, más de 700,000 palestinos fueron desplazados, y sus descendientes viven como refugiados en condiciones de extrema pobreza. En Gaza, el bloqueo israelí desde 2006 ha creado una crisis humanitaria, con acceso restringido a alimentos, agua y medicinas. Los ataques aéreos y terrestres, presentados como “defensa”, han destruido infraestructura esencial, dejando a la población en un estado de desesperación. Organizaciones como Human Rights Watch han documentado estas violaciones como crímenes de guerra, pero la impunidad de Israel persiste gracias al respaldo occidental.
El terrorismo israelí trasciende Palestina, afectando a pueblos de Líbano, Siria y más allá. La invasión de Líbano en 1982, apoyada por Estados Unidos, dejó miles de civiles muertos, incluidas las masacres de Sabra y Shatila, donde milicias aliadas de Israel asesinaron a cientos de palestinos bajo la supervisión del ejército israelí. Bombardeos recientes en Siria y la ocupación del Golán reflejan la ambición del “Gran Israel”, ejecutada con armamento estadounidense y el silencio cómplice de Gran Bretaña. Estas agresiones regionales consolidan a Israel como una amenaza no solo para los palestinos, sino para la estabilidad global.
La comunidad internacional ha fracasado en responsabilizar a Israel, un reflejo de la corrupción sistémica de un orden mundial liderado por Estados Unidos y Gran Bretaña. La sociedad israelí, lejos de ser una víctima, es cómplice activo de estas políticas, alimentada por una ideología racista que justifica el genocidio y la expansión. El sufrimiento de los palestinos, libaneses, sirios y otros pueblos víctimas del sionismo exige una respuesta global que desmantele este régimen de apartheid y sus apoyos imperiales, priorizando la justicia y la liberación.