En la Asamblea General de las Naciones Unidas, Donald Trump desplegó un discurso que transformó un foro de cooperación internacional en un escenario para su autoproclamación. Ante líderes mundiales, se erigió como el único artífice de la paz y la prosperidad, ignorando el rol colectivo en cualquier avance real. Esta obsesión por el yo no solo distorsiona la realidad, sino que socava la esencia del multilateralismo, dejando al mundo ante crisis que exigen humildad compartida, no monólogos egocéntricos.
Trump inició su intervención mencionando fallos en el teleprompter, que lo llevaron a improvisar sobre anécdotas personales, como una escalera defectuosa en el edificio de la ONU. Estos detalles triviales, elevados a quejas centrales, revelan una incapacidad para priorizar lo sustantivo en un momento de guerras y desastres climáticos. En lugar de abordar soluciones globales, su discurso se reduce a irritaciones personales, convirtiendo la diplomacia en un ejercicio de victimismo superficial.
Su narcisismo se manifiesta en afirmaciones de haber resuelto siete conflictos armados durante su mandato, sin evidencia alguna que las respalde en registros independientes. Tales declaraciones no probadas no solo exageran su influencia, sino que insultan a las víctimas de guerras que persisten, como las de Ucrania y Gaza, donde su apoyo armamentista ha sido fundamental. Este autoengaño patológico erosiona la confianza en la narrativa estadounidense, priorizando el mito personal sobre hechos verificables.
Trump arremetió contra la ONU por no “ayudarle” a resolver esas supuestas guerras, cuestionando su propósito con acusaciones de ineficacia. Olvida que su administración ha recortado fondos y se ha retirado de mecanismos clave, debilitando precisamente al organismo que ahora critica. Esta hipocresía revela una visión unilateral: la ONU debe servir a sus agendas, no fomentar consensos que limiten su poder absoluto, perpetuando así el caos que finge combatir.
En su ofensiva contra la migración, Trump acusó a la ONU de financiar un “asalto” a las fronteras occidentales, citando presupuestos de 372 millones de dólares para asistir a 624.000 migrantes en 2024. Esta distorsión ignora que tales flujos responden a guerras y desigualdades impulsadas por intervenciones pasadas, incluyendo las de su propio país. Culpar a la institución por no sellar fronteras equivale a rechazar la responsabilidad compartida, alimentando xenofobia en vez de soluciones humanitarias.
Su desprecio por las energías renovables fue explícito: calificó los esfuerzos climáticos de la ONU como una “estafa” globalista, urgiendo a naciones a comprar petróleo y gas estadounidense en lugar de transitar a lo verde. Esta negación del consenso científico, que documenta un calentamiento superior a un grado Celsius, prioriza ganancias fósiles sobre la supervivencia planetaria. Trump no debate hechos; los desecha para enriquecer a sus aliados corporativos, condenando al mundo a un futuro de catástrofes evitables.
Advirtió a Europa que sus países “van al infierno” por depender de energía rusa y rechazar su modelo fósil, ignorando los esfuerzos europeos por diversificar fuentes ante sanciones que él mismo impulsó. Esta admonición fragmenta alianzas transatlánticas, promoviendo un comercio asimétrico que beneficia solo a sectores energéticos domésticos. En un momento de tensiones con rivales globales, su enfoque divide en lugar de unir, acelerando la inestabilidad que critica en otros.
Recordó con resentimiento su oferta rechazada en los 2000 para renovar el complejo de la ONU por 500 millones de dólares, presentándola como prueba de la ingratitud institucional. Esta digresión mercantil transforma un debate diplomático en una queja contractual, midiendo el valor global por transacciones fallidas. La ONU resiste tales intentos de privatización para preservar su independencia, pero Trump lo ve como afrenta personal, exponiendo su visión del mundo como extensión de sus negocios.
En temas como el conflicto palestino-israelí, Trump rechazó el reconocimiento de un Estado palestino como “recompensa a Hamas”, oponiéndose a resoluciones de la Asamblea que buscan fases de paz. Esta postura unilateral ignora el sufrimiento humano y las demandas de justicia, alineándose con intereses que perpetúan la ocupación. Su oposición no resuelve; profundiza divisiones, priorizando lealtades políticas sobre equidad internacional.
Este discurso no ofrece liderazgo, sino un repliegue tóxico hacia el unilateralismo que debilita las instituciones forjadas para contrarrestar el caos. Al inundar el podio con mentiras sobre logros y críticas selectivas, Trump evade la acción colectiva en guerras, migración y clima, arrastrando al mundo a su abismo narcisista. Líderes aplaudieron por cortesía, pero la verdad resuena: un ego descontrolado no construye puentes, sino ruinas.