La tragedia de las inundaciones en Veracruz e Hidalgo no es solo un fenómeno meteorológico, sino la dramática y previsible consecuencia de décadas de frivolidad y negligencia gubernamental a nivel local. Mientras las aguas de los ríos desbordados arrastraban viviendas y vidas, la respuesta inicial en ambos estados pareció ahogarse en la inacción o, peor aún, en la desorganización, revelando un rostro deshumanizado de la administración pública que prioriza la imagen sobre la vida de sus ciudadanos más vulnerables.
En regiones como la Sierra Otomí-Tepehua en Hidalgo o la zona norte de Veracruz, el saldo de 72 muertos y 48 desaparecidos (cifra que la emergencia obliga a actualizar constantemente) no solo interpela al clima, sino al manejo del territorio. ¿Dónde quedaron los presupuestos para desazolve? ¿Por qué se permitió la urbanización descontrolada en zonas de alto riesgo? La ausencia de protocolos de alerta efectivos y la lentitud en la movilización de Protección Civil y ayuda humanitaria en las primeras horas críticas son un testimonio de que, para ciertos gobiernos locales, la prevención sigue siendo un gasto y no una inversión.
Esta crisis ha puesto en relieve la carencia de una auténtica cultura de gestión de riesgos, sustituida por la respuesta reactiva y el “zopiloteo” político que la propia presidenta Sheinbaum ha criticado. Sin embargo, la crítica debe ir más allá de los medios. Es la administración en turno, a nivel estatal y municipal, la que debe rendir cuentas por la falta de coordinación y la desidia pre-desastre, factores que transformaron un evento natural extremo en una catástrofe social de vastas proporciones.
El Rol de la Presidenta: La Intervención Federal como Último Recurso
En este panorama de colapso local, la figura de la Presidenta Claudia Sheinbaum emerge con un rol protagónico y centralizador en la atención de la emergencia. Sus visitas a las zonas afectadas (Poza Rica, Huauchinango, etc.), la activación inmediata de los planes DN-III-E y Marina, y el compromiso de destinar 19 mil millones de pesos y “todos los fondos necesarios” para el desamparo, han sido la válvula de escape para miles de damnificados.
Sheinbaum está asumiendo, de facto, la responsabilidad de garantizar que “nadie quedará desamparado”. Esta intervención federal, aunque necesaria y urgente para atender a los más vulnerables, exhibe y subraya la debilidad institucional y la inoperancia de los gobiernos locales. El reclamo de la gente a pie de campo, dirigido a la presidenta sobre la ineficacia de sus gobernadores y alcaldes, es un poderoso termómetro político.
La presidenta ha logrado canalizar la “fuerza del Estado mexicano” para la atención directa —desde el censo de viviendas para la reconstrucción hasta el restablecimiento de servicios básicos—, demostrando una operatividad que contrastó con la confusión local. Esto, si bien le otorga un capital político ante la desgracia, también la obliga a un ejercicio de autocrítica profundo sobre la calidad de los cuadros y la gestión de riesgo en los niveles inferiores de gobierno de su propia coalición.
La lección de Veracruz, Puebla e Hidalgo es brutal: las prioridades políticas y las mezquindades presupuestales tienen un costo humano y no deben ser silenciadas bajo el argumento de no “buscar culpables”. La atención a los más vulnerables no puede depender de la intervención de última hora del Gobierno Federal. Es imperativo que la reconstrucción no solo repare el daño material, sino que reestructure la capacidad de respuesta y prevención de cada rincón del país, para que la próxima lluvia extrema no nos encuentre, de nuevo, desarmados y negligentes.

